Posiblemente sea esa recóndita sensación de despojo ante las cosas que, indefectiblemente, se pierden, lo que me haga recordar cada tanto el día en que mi tío Enrique me llevó a ver a los poetas en la reserva natural de Palma de Mallorca.
Mallorca tiene un clima envidiable por lo estable y cordial durante todo el año, y es por eso que la maravillosa isla fue elegida para sentar en ella una reserva natural de especies en peligro de extinción.
La reserva, obra incluso como paso intermedio de adaptación climática para animales que son trasladados desde África a zoológicos de Europa. Posiblemente mi tío no había elegido la mejor hora para llevarme a visitar el vasto parque, dado que era la siesta y las bestias habían sido alimentadas poco tiempo antes, lo que las impulsaba entonces, lógicamente, a buscar el reparo de la sombra en procura de un sueño que facilitase la digestión.
Recuerdo que yo tenía 22 años e íbamos en una camioneta Seat, que manejaba Enrique.
Cuando nos franquearon la amplia empalizada de la entrada, se acercó a nosotros el jefe de los cuidadores, un mallorquí que conocía a mi tío y, por lo tanto, no le cobraba la entrada. La reserva es una atracción turística; pese a ello lo recaudado por la venta de entradas no cubre ni siquiera la comida de los leones.
El amigo de mi tío repitió las indicaciones de rigor: que no nos bajásemos del coche, que no abriésemos las ventanillas ante la proximidad de los elefantes (estos insisten en introducir sus trompas en los coches buscando alimentos en la gaveta) y que no arrojásemos alimentos a los monos aunque estos chillasen hasta el paroxismo. Cuando el amigo de mi tío comenzó a explicarnos el comportamiento que debíamos guardar en el caso de ser embestidos por los rinocerontes y mencionó algo referido a la virgen de la Macarena golpeteando rítmicamente su pierna de aluminio, optamos por pedirle que viniese con nosotros.
El hombre, Esteban, se llamaba, nos fue detallando pacientemente los lugares por donde pasábamos, nombrándonos árboles que nos eran desconocidos e imponiéndonos de usos y costumbres de las familias de animales que veíamos a la vera de los estrechos senderos de la reserva.
De cuando en cuando saludaba a algún mono agitando una mano, respondía al barritar de un paquidermo con un asentimiento de cabeza o bien presentaba con un: "Ahí está el Pedro" la figura enhiesta y atenta al paso del coche de un mochuelo. De pronto dijo: —Oye, Enric, tira a la derecha, que han llegado unos nuevos.
—¿Qué son? —preguntó mi tío en tanto doblaba.
—Un casal de poetas con sus crías, —dijo Esteban.— Son muy bonitos. Muy bonitos...
—Y... ¿Cómo son? —apuró mi tío.
—Hombre, que no lo sé —pareció ofuscarse Esteban. —Te digo que son nuevos.
Anduvimos un trecho más y de pronto Esteban señaló entre unas matas, junto a unas palmeras.
—Ahí están. —Nos ordenó ir despacio.— Se asustan de nada —informó.
Detuvimos el coche a unos cinco metros de la familia. El macho estaba sentado entre los pastos pero se incorporó al vernos. Por un momento pareció que iba a huir pero luego se apoyó contra una de las palmas y nos observó con detenimiento. No había temor en sus ojos, sino una suerte de desparpajo. Tenía ojos muy profundos, oscuros, ensombrecidos por la pelambre que le cubría la cabeza. El pelo le crecía también en casi toda la cara pero, a diferencia de los mandriles, no cambiaba su color sobre la nariz. Saboreaba lentamente una brizna de hierba. Me impresionaron las manos delgadas y nerviosas, como las de un lemúrido. Dos metros más atrás, entre pastizales más altos, se hallaba la hembra, recostada en el suelo. También había fijado la vista en nosotros, pero en sus ojos se notaba la dilatación fruto del miedo y la desconfianza. Las aletas de su nariz se ensachaban, venteándonos y envolvía con sus brazos a la cría menor, otra hembra. Esta cría no nos prestaba atención. Garrapateaba trabajosos dibujos en un trozo de papel con un lápiz.
—Se la pasan escribiendo —murmuró Esteban. Luego señaló los pastos, junto a las hembras:
—Han estado comiendo —dijo.— Se veían restos de galletitas, panes, algo de salame, trozos mordisqueados de cáscara de queso y hasta colillas de cigarrillos.
—¿Fuman? —pregunté.
—¡Uhh!, —graficó Esteban agitando los dedos de una mano— como murciélagos.
Rebusqué en mis bolsillos por mi atado de cigarrillos.
—No —me detuvo nuestro guía.— Ahora no. No hagas ningún movimiento. La hembra es muy peligrosa cuando está con las crías.
Permanecimos unos momentos en silencio, contemplando la escena.
—Comen poco —pareció afligirse, de pronto, Esteban. —Y el problema será el otro —agregó al punto— el machito.
—¿Dónde está? —buscó con la mirada mi tío apoyándose más aún sobre el volante.— A ése sí que no lo veo.
—Más a la derecha, hacia atrás —señaló Esteban.— ¿Lo ves ahora?
En efecto, casi invisible por su inmovilidad, semioculto por unos arbustos que le daban sombra, divisamos, sentado, un macho joven. En posición de loto, se lo advertía pensativo, perdida la vista en el infinito.
—¿Qué pensarán estos bichos, no? —murmuró Enrique. Nos reímos apagadamente.
—¿Y por qué dice usted que será un problema? —requerí yo a Esteban.
—Para cruzarlo. El mister ha hablado ya con un zoológico de Amberes. Le han prometido mandar una hembra para dentro de dos meses. Es una de las pocas que quedan. Cuesta una fortuna. Habrá que pagar seguro... hombre... tú sabes... Y es un riesgo...
—¿Por qué?
—Buenos, son frágiles —frunció la cara Esteban.— Son frágiles. Delicados. Se mueren de nada. Les sienta mal el aire y... hala... que se mueren. O el agua misma. O extrañan, no se adaptan.
Continuamos observando el cuadro familiar, que no había cambiado su disposición, y parecía un pesebre viviente.
—Luego... —agregó Esteban—... tienes que esperar que se gusten. Pues tienen sus remilgues. Si no congenian... No son burros, no. Que se follan hasta los árboles si pueden.
—¿Vamos? —preguntó mi tío, algo aburrido. — Asentimos en silencio. Cuando arrancamos Esteban señaló junto al sendero, con fastidio.
—¡Cómo dejan esto de papeles, hombre! —rezongó.
—¿Viene mucha gente a verlos? —pregunté cuando ya nos alejábamos.
—Por ahora, no mucha, —ilustró Esteban— porque hace poco que los han traído y no hay mucha gente que lo sepa. Pero vendrán a montones, te lo aseguro. Son una rareza. Oye, casi no quedan. Hay muy pocos.
—¿Y cómo es que se han extinguido?
—Como tantas otras cosas —se encogió de hombros, sabio, Esteban.— No se adaptan a los cambios. O los persiguen. Los cazan.
—¿Y para qué los cazan? —pregunté, ya temiendo ponerme pesado.
—¿Tú lo sabes? —me miró el mallorquí.— Yo tampoco.
—Son lindos —agregué, a manera de cierre.
—Hombre, "lindo" —por primera vez sonrió Esteban.— Suena gracioso. "Lindo."
—Se usa por "bonito" —le informó Enrique.
—Es claro. Ya lo sé. Ustedes, los argentinos, lo usan. "Lindo."
Se quedó un rato en silencio, contemplando la floresta de la reserva que escapaba a ambos lados de nuestro coche.
—Canarios. Parecen canarios cuando hablan —dictaminó.